El surgimiento de la historia urbana como campo específico de investigación no es tan antiguo como podríamos presumir. Para que su existencia fuera posible fue necesario tomar conciencia sobre la historicidad de la ciudad, esto es, distinguir con claridad entre lo que es el recuento de sus anales y lo que es la elaboración de una explicación de la ciudad contemporánea. Historiar la ciudad, encontrarle una explicación desde la perspectiva de su temporalidad, se convirtió en necesidad cuando la alternativa de civilización para muchos ya no estaba cifrada en la seguridad de un modelo de urbe sino en su negación -ya sea en la ciudad-jardín, propuesta por Ebenezer Howard, o en las soluciones más radicales de destruir la ciudad, pues recuperar al ser humano, desde la crítica al capitalismo, sólo era dable dentro del entonces nuevo ideal de vida rural. Por ello, esta toma de conciencia sólo fue posible con la conformación de la metrópoli contemporánea y los efectos creados en tales conglomerados por la revolución industrial y la consolidación de los estados nacionales durante el siglo XIX y los primeros años del XX. Las rápidas y profundas transformaciones ocurridas en el número y tamaño de las ciudades, lo que necesariamente replanteó la noción de territorialidad, llevaron a que la organización y manejo de la ciudad tuviera que ser objeto ahora no de la tradicional intervención estatal o la recurrencia ideológica a la ciudad ideal de origen cristiano o renacentista, sino principalmente del empleo de la ciencia como la mejor herramienta para intervenir en el futuro de la ciudad.
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