América Latina ha heredado una cultura de la violencia encarnada en todas sus formas: la épica del bandidismo representó un modo primitivo de violencia, acorde a una sociedad de estructura agraria y capitalista. El bandido ejerció una cierta fascinación, acaso como contrapunto de la violencia estatal y su ineficaz sistema judicial. La violencia jerárquica, a su vez, comprende los modos en que el poder ha sometido a la sociedad continental: desde el vasallaje sexual y el tráfico de personas, hasta el narcoterrorismo y la violencia política como punto culminante de la impunidad institucionalizada. Por último, el pandillismo resume una violencia marginal que, en ciertos países, se ha organizado militarmente y con un alto grado de sofisticación, producto de la profunda exclusión y pobreza de sus sectores más populares.
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