La ciudad no ha sido solamente una construcción urbanística y arquitectónica que hace posible que su habitantes moren en ella o que transeúntes la recorran. Desde la caverna primigenia hasta los centros comerciales de hoy, la ciudad se reconoce en la casa y en cuarto, en las calles y los individuos, en la cultura ciudadana y del ciudadano, en actitudes y comportamientos públicos y privados. Domesticamos espacios y seres cuando creamos vínculos con ellos.
El debate actual muestra que si la ciudad se ha domesticado con el paso de la historia, generando sentido de pertenencia, algunos fenómenos y comportamientos contemporáneos demuestran que ya no hay tanta inquietud por domesticarla, es decir por hacer que todo gire a su alrededor generando encuentro y comunicación, sino que la velocidad y los temores obligan a evitar vínculos. La ciudad se invade y se evade. Entonces, surge la pregunta:
«¿Cómo domesticar la ciudad en tiempos de vivencia efímera?»
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