La eterna rivalidad entre dos grandes revistas biomédicas, The New England Journal of Medicine y The Lancet, junto con un desafortunado editorial que resultó ser menos imparcial de lo que debiera, han servido para reavivar un viejo problema: el conflicto de intereses al que a menudo se ven sometidos autores, revisores, editorialistas, e incluso los propios directores y editores de las publicaciones científicas. Son estos intereses los que en más de una ocasión a lo largo de la historia han llevado a algunos autores a concluir de una u otra forma sus trabajos, a un revisor a dar o no su apoyo a la publicación de un artículo y a un editorialista a opinar a favor o en contra del mismo. Es evidente que no siempre este conflicto condiciona las actitudes de quienes se ven implicados; sin embargo, ante la imposibilidad de identificar quienes serán aquellos que «sucumbirán» (consciente o inconscientemente) y, sobre todo, para evitar posibles susceptibilidades por parte de lectores y colegas, parece cuando menos una postura cauta el hecho de que las revistas se tomen la precaución de descartar colaboradores que puedan verse involucrados en este juego de tensiones.
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