Las cosas son más o menos así. Antes de la revolución industrial, la atmósfera terrestre contenía unas 280 partes por millón de dióxido de carbono. Era una buena proporción, si definimos «bueno» como «aquello a lo que estábamos acostumbrados». Puesto que la estructura molecular del dióxido de carbono retiene cerca de la superficie del planeta un calor que de otro modo sería irradiado al espacio, la civilización se desarrolló en un mundo cuyo termostato quedó determinado por esa cifra. El resultado fue una temperatura media mundial de 14 grados centígrados, que a su vez determinó los lugares donde construimos nuestras ciudades, las plantas que aprendimos a cultivar y comer, los suministros de agua que aprendimos a aprovechar e incluso la sucesión de las estaciones que, en las latitudes altas, configuró nuestros calendarios mentales. Cuando empezamos a quemar carbón, gas y petróleo para poner energía en nuestras vidas, ese número 280 comenzó a aumentar. Cuando empezamos a medirlo, a finales de los años cincuenta, ya había subido a 315. Ahora está en 380, y crece aproximadamente en dos partes por millón al año.
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