La doncella inca tenía una cabellera larga y negra, un cuello esbelto y unos brazos musculosos. Cuando entregó su corta vida al dios de la montaña del nevado Ampato iba ataviada con ropas de la más fina lana de alpaca. Murió hace cinco siglos en la cima de este volcán de los Andes peruanos, de 6.310 metros de altitud, en una ceremonia ritual presidida por un reducido grupo de sacerdotes. La muchacha no muestra señales de muerte violenta, sea por estrangulamiento o por un golpe en la cabeza, como se ha observado en otros sacrificios humanos incas. Tal vez había muerto ya de frío cuando la envolvieron en un fardo de tela y la depositaron en una tumba excavada en el suelo. Mientras colocaban ofrendas en torno a ella ¿estatuillas, hojas de coca y maíz¿, los sacerdotes debieron de elevar plegarias a los dioses de la tierra, del cielo y del inframundo. Para los incas, el Ampato era sagrado, un dios que les suministraba el agua que precisaban y buenas cosechas, y como tal divinidad, exigía el máximo tributo: el sacrificio de uno de los suyos. Ajenos a todo ello, Miguel Zárate, mi compañero de escalada peruano, y yo ascendíamos trabajosamente la arista cubierta de cenizas que lleva a la cima del Ampato. Era el 8 de septiembre de 1995 y las recientes erupciones del cercano nevado Sabancaya habían escupido, hasta dos kilómetros de altura, nubes de cenizas que cubrieron el Ampato.
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