Cuando alguien nos da un pisotón en un autobús muy lleno y amablemente nos pide perdón, nosotros no tenemos, ordinariamente, grandes dificultades en asentir sonrientes, aunque nos duela el pie. Somos conscientes de que el otro no nos ha causado la molestia con intención, sino por descuido o movido por la fuerza de la gravedad. No es responsable de su acción. Falta, sencillamente, una razón necesaria para que se pueda ejercer el perdón en sentido propio: este se refiere a un mal que alguien nos ha ocasionado voluntariamente.
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