Como fenómeno sociológico, la inmigración y sus problemas son tan antiguos como la historia del hombre. Con todo, nunca como en el último tramo del siglo pasado y en lo que llevamos de éste los flujos migratorios han sido tan intensos y extensos, con la carga de transformación que eso lleva consigo, tanto para el país que observa la partida de sus nacionales como para el que los recibe. La globalización ha impulsado la inmigración y, con ella, no sólo dificultades de empleo y de distribución, sino también el multiculturalismo, la convivencia en el seno de una misma sociedad de grupos sociales con culturas distintas, con una gama nueva de problemas.1 Lo dicho ha supuesto un desafío para el Derecho de extensiones vastas y calado hondo, con una gama de matices que no resulta posible enumerar en un trabajo de estas características.
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