La génesis de una ciudad fabril china siempre es la misma. Al principio, casi todos son trabajadores de la construcción. Con el auge económico, las obras avanzan con rapidez y surgen nuevos barrios industriales, en fases bien diferenciadas. A esos primeros obreros, una mano de obra compuesta por hombres emigrados de las aldeas rurales, se suman poco después pequeños comerciantes, vendedores de carne, fruta y verduras en tenderetes. Luego aparecen los primeros negocios estables, que venden material de construcción. A continuación se instalan las compañías de telefonía móvil, que venden tarjetas de prepago a los inmigrantes. Durante esas fases iniciales no suele haber ni rastro de fuerzas policiales, y es notoria la ausencia de autoridades gubernamentales. Las mujeres llegan cuando las fábricas empiezan a producir: los encargados de las cadenas de montaje prefieren contratar a jóvenes operarias, consideradas más diligentes y dóciles. Y con la llegada de las mujeres, aparecen las primeras tiendas de ropa. Al principio las basuras se acumulan a los lados de las calles; el gobierno nunca tiene prisa por dotar a una población de los servicios básicos. Las líneas de autobuses tardan meses en aparecer. Las bocas del alcantarillado se quedan abiertas durante mucho tiempo, por miedo a que los primeros residentes roben las tapas para venderlas como chatarra. Durante un período de dos años viajé varias veces a la provincia sudoriental de Zhejiang, para ver cómo surgían de las tierras agrícolas las ciudades industriales. Alquilaba un coche y me adentraba por una autopista recién construida que conectaba las ciudades florecientes del mañana. Pasaron seis meses antes de que notara indicios de la presencia de alguna autoridad local
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