Se hacía llamar Dragan Dabic y se ganaba la vida administrando productos naturales para curar las �energías negativas� de sus vecinos. Después, en la trastienda de su negocio oscuro y discreto, quizá volvía a saborear los versos de T.S. Eliot que alegraron su juventud o los que él mismo publicó en varios poemarios infantiles. Su poblada barba blanca le daba un aire entrañable y sus estudios de psiquiatría le servían para intuir los posibles recelos de sus clientes y disiparlos a tiempo. Era difícil sospechar que detrás de esa fachada amable e inofensiva se escondía uno de los grandes criminales de guerra de la Europa contemporánea. Su detención y juicio en La Haya quizá contribuyan a cerrar las heridas que aún sangran en la antigua Yugoslavia, pero también han despertado recuerdos dolorosos.
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