Los campos de la retórica y el derecho han estado conectados desde los inicios mismos de la civilización occidental. En el mundo griego, los sofistas enseñaban “el arte de triunfar en un Estado democrático cuando uno no pertenece a la clase gobernante” y, en particular, “el arte de salir indemne cuando uno es atacado en los tribunales”. Para el mundo clásico, la retórica y el derecho estaban mutuamente imbricados en lo que era una empresa de tipo humanista. Sin embargo, la irrupción del paradigma científico y su impacto en el mundo jurídico hicieron que lo que en el origen estaba constitutivamente ligado –el derecho, la argumentación y la comunicación– sufriera un proceso de instrumentalización mediante el cual la retórica funciona exclusivamente como un medio de comunicar, más o menos persuasivamente, la decisión jurídica. El modelo mecanicista, propio de la ciencia moderna, se concreta en los grandes sistemas codificados, donde la certeza reemplaza a la necesidad de interpretación de las normas y la aplicación automática de la norma general al caso concreto. En este ámbito, la retórica no tiene ningún lugar en la construcción del derecho ya que, como bien han explicado Perelman y Obrechts-Tyteca, la nueva ciencia no admite la persuasión y la argumentación como constitutivas de la verdad jurídica.
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