En el corazón de la selva camboyana, la capital del Imperio jemer llegó a tener una población de 750.000 habitantes. Su esplendor y caída tuvieron un mismo responsable: el agua. Una vasta red de presas y canales les permitió controlar los monzones y obtener de ellos el máximo rendimiento, pero la naturaleza acabó imponiendo su ley.
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