Las cenizas circundaron la existencia de Alejandra Pizarnik. En un principio fundaron una imagen del mundo. Más tarde, una amenaza. Con el tiempo, se confundieron con su propia respiración y pasaron a convertirse en un símbolo recurrente de su expresión poética. Antes del fin, como en el famoso cuento de Virgilio Piñera sobre el infierno, comenzaron a ser su habitáculo particular. Pero Alejandra nunca llegó a acostumbrarse a ellas, hasta el punto de dejar que los años se cobrasen paulatinamente todos los tributos de su reino.
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