Todo juego entraña una suspensión del flujo habitual de la vida; bajo los ardientes reflectores, las canchas obedecen a reglas y propósitos artificiales. En este caprichoso universo, el fútbol se distingue por un rasgo de inquietante naturalidad: no dispone de recursos para detener el tiempo. Relato que corre con la inclemente alevosía de la vida, el fútbol le debe mucho a la imaginación. En ningún otro territorio 90 minutos duran en forma tan inventiva; incluso las jugadas rápidas dependen del control del tiempo.
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