La renuncia de Joseph Ratzinger revoluciona la función papal, que entra a partir de ahora en una categoría moderna de funcionalidad. ¿Cuáles serán las consecuencias para el gobierno de la iglesia? Es la primera vez que podemos afrontar el balance de un pontificado en vida de su protagonista. La decisión anunciada por Benedicto XVI el lunes 11 de febrero tiene dimensiones históricas porque hay que remontarse varios siglos para encontrar un pontífice que renunciase al solio, y en circunstancias muy diversas de las actuales o por razones totalmente distintas.
La lúcida y valiente decisión de Joseph Ratzinger ha suscitado explicaciones de todo tipo, algunas de ellas verdaderamente peregrinas, cuando él mismo ha dado las más pertinentes: "En el mundo de hoy � dijo a los cardenales que le escuchaban atónitos en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico � sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del espíritu; vigor que en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado". Nada pues de conjuras y presiones ni enfermedades terminales. "Ya no tengo fuerzas � subrayó en su discurso pronunciado en latín � para ejercer adecuadamente el ministerio petrino".
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