Cada dictador lo es a su manera, pero la forma de ser un sátrapa sanguinario es muy parecida para todos ellos, ya que tienen una máxima inexcusable: conservar el poder cueste las vidas que cueste, aunque sean las de su propio pueblo. Gadafi en Libia y Gbagbo en Costa de Marfil pueden llevar caminos paralelos hasta el final: su derrocamiento.
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