La dureza histórica de las cárceles no impidió que los presos buscaran, por diferentes medios, su fuga. La legislación castigó tanto a los fugados como a los carceleros y a terceros que voluntariamente o por negligencia facilitaron la huida. A finales del siglo XVIII las concepciones jurídicas valoraron la necesidad de su castigo como el anhelo de los presos por recuperar su libertad. Jueces y tribunales recurrieron a su arbitrio para castigar estas conductas.
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