En el siglo XVIII la salud que importaba a las autoridades era la del alma y la del reino, no la de los cuerpos de los súbditos. De esta última se ocupaban, en el caso de los ricos, los médicos privados; en el de los pobres, curanderos y brujas o algunas órdenes religiosas caritativas: en cualquier caso al Estado no le costaba dinero mantenerla o restaurarla y por tanto con su cuerpo cada cual podía hacer lo que quisiera. Asunto muy distinto, en cambio, era la salud ideológica (religiosa o política) de la población, cuyo deterioro podía alterar el orden establecido, propiciar desobediencias, motines y atentados. Cuanto se suponía que emponzoñaba las mentes era rigurosamente controlado: ante todo y sobre todo, la letra impresa. En España o Italia, la Inquisición se ocupó de esa vigilancia; en Francia, Colbert había puesto en marca a mediados del siglo XVII una "policía literaria" que siguió funcionando con temible eficacia durante buena parte de la centuria siguiente.
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