No son pocos los que, como Manuel Azaña, calificaron la neutralidad de España frente a la I Guerra Mundial como una necesidad, fruto de la indefensión del país. Sin embargo, dicha neutralidad no significó pasividad, sino que requirió de los gobiernos españoles el arbitraje de intensas políticas destinadas tanto a contrarrestar las presiones que sobre ellos ejercían los beligerantes, como a aprovechar las oportunidades económicas y diplomáticas que la contienda les ofrecía. Desde el mismo verano de 1914, la defensa de la neutralidad española dependió en gran medida de los Estados Unidos, que se convirtieron en los garantes de la estabilidad económica de España, así como en el socio deseado de las iniciativas de mediación lanzadas desde Madrid. Antes de 1917, los españoles, como otros neutrales, se ampararon también en las acciones del gabinete de Wilson para tratar de contener la escalada de destrucción provocada por los submarinos alemanes, así como para suavizar las restricciones del bloqueo británico del mar del Norte. Sin embargo, la entrada en la guerra de los Estados Unidos convirtió a éstos en un agente nuevo, a la par que tremendamente poderoso, de las presiones aliadas. Entre febrero de 1917 y noviembre de 1918, España no sólo vio desvanecerse el escudo que para ella había supuesto la neutralidad americana, sino que, con el concurso de Washington, quedó sometida a una situación de indefensión que llegó a su punto culminante en el verano-otoño de 1918, cuando el gobierno de concentración presidido Maura consideró seriamente la ruptura de relaciones con las Potencias Centrales.
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