El hombre siempre se ha sentido atraído por el poder y cuando lo ha poseído lo ha ejercido en ocasiones con serenidad y sensatez pero otras con tiranía, locura o incompetencia. La escultura y la pintura han sido transmisores de ese poder, tanto hacia sus súbditos como hacia otros poderosos. El arte, más que arte como tal, era la forma de inmortalizarse, de dejar a la posteridad su huella. El poder habla a través de símbolos, atributos, miradas y poses. Las representaciones de Gudea, las esculturas de Aurelio, Kefrén o la ecuestre de Marco Aurelio, la columna de Trajano, los retratos de Luis XIV o de Víctor Manuel II, todo ello tenía algo en común: dar testimonio de sus legados.
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