Montaigne traza una conciencia de la individualidad en un punto medio que evita tanto la deploración del yo del luteranismo como la absolutización de la razón del cartesianismo. Somos un punto en el tiempo y el espacio, pequeñez que desestima cualquier divinización del juicio personal y, de paso, explica la pluralidad del mundo. Pequeñez que alienta tanto el trato con la interioridad como el interés por los otros.
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