La historia, como una estrategia para comprender el pasado, fue considerada desde sus orígenes una actividad cercana a la literatura y al arte. Esta caracterización de la historia fue puesta en segundo plano hacia el siglo XIX, en cuanto se intentó fortalecer sus rasgos científicos y, en tal sentido, mantenerla diferenciada de la literatura como relato de lo que efectivamente ocurrió.1 Una voz interesante de este debate, si bien no adecuadamente escuchada en su momento, fue la de Robin G. Collingwood, que presenta una teoría de la historia muy interesante, aunque no exenta de dificultades y limitaciones. Probablemente, el primer punto a reconocer sea el énfasis en definir a la historia como interesada en las acciones de los seres humanos, de tal modo que el “pasado histórico” quedaría delimitado a aquello que pueda remitirse directamente a las acciones humanas.
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