Poco queda de la gran esperanza que la sociedad española había depositado en su integración en la estructura supranacional de la Comunidad Económica Europea (CEE) –hoy, Unión Europea–, que consideraba como el refrendo de la consolidación de nuestra democracia, el ingreso definitivo en el Primer Mundo y la llave para la estabilidad y la prosperidad. La crisis que estallaba en 2008 se ha llevado muchas ilusiones y ha comenzado a generar desconfianza en el que era el más europeísta de los socios, que tras el empobrecimiento y el endurecimiento de las condiciones sociales y laborales, ahora observa con recelo las decisiones de Bruselas en una Europa que ya va a dos –o más– velocidades.
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