Hace ciento cincuenta años se alzó en esta sala, con resonancia de eternidad, la voz de Simón Bolívar. Era entonces apenas el jefe de una hermosa y desesperada causa. Venía de ocho años de encendida revolución y de agónica guerra y representaba en su persona, con indiscutible título, la revolución y la guerra. Había luchado mucho, porfiado mucho y ambicionado mucho. Estaba quemado por el sol, oreado por el viento del mar y de la llanura, reducido a músculos y nervios, hecho al peligro y al azar e iluminado por unos ojos que parecían no apagarse nunca. Representaba bastante más de los treinta y seis años de ruda y aventurera vida que llevaba y el dorado uniforme y la espada de honor, sobre el cuerpo breve, daban una inolvidable lección de la verdadera grandeza. (…)
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