Días atrás, por aquello de celebrar el día del libro, obedecí, otra vez en mi vida, al reclamo de un libro pequeño, inmortal y delicioso: la vida de Lazarillo de Tormes. Volver a los clásicos del siglo de oro desde la prosa de nuestros días es como pasar de un vaso de pepsikola a unas copas de vino añejo. Aquello es licor antiguo para una degustación morosa; castellano linajudo para saboreo de refinados.
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