El sol del trópico tiñó de un color cetrino, de peña, el rostro de don Sebastián de Belalcázar, y ya los años le habían clavado la garra de las arrugas. Sin embargo, se mantenía derecho, peleando por el imperio y en peleas con los rivales que intentaban reducir su pertenencia. Tal vez por sus ojos vagaba aquella melancolía que dejan los excesos de la carne.
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