Van para viejas las razones que combatieron, con fortuna, la idea necesariamente pueril de que en la civilización griega jamás se ponía el sol. Era Grecia un soto idílico donde los hombres, generación tras generación, caían prisioneros de sus áureas redes; era un hontanar con el mar y con el cielo luminoso que facilitaba las plegarias jocundas.
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