Mayo de 1940. El expreso Berna-París en que me dirigía a esta última ciudad estaba ocupado tan solo por algunas enfermeras de la Cruz Roja y el encargado de la valija diplomática de Rumania, un jovencito que hablaba el francés con un enfático acento meridional, por haber frecuentado en varias ocasiones los cursos para extranjeros en el Instituto Mediterráneo de Niza.
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