No sé si me dediqué a la historia de la ciencia porque siempre me gustaron los perdedores o viceversa, aunque supongo que lo primero es verdad. Contrariamente a lo que la gente imagina, muchos de los historiadores de la ciencia profesionales somos víctimas de una afición insana por las teorías derrotadas y las figuras menores, por los artefactos inservibles pero estéticamente deslumbrantes –anticuarios conceptuales rastreando enmohecidas ideas en los sótanos del pensamiento para restaurarlas a la belleza original que las animaba antes de la caída. Pues, ¿no merecen, acaso, su historia los que pierden? Píndaro, de quien se cuenta que sobre su boca dormida las abejas construían sus panales, cantó en epinicios los triunfos de los atletas olímpicos. Más torpemente, hoy quiero celebrar la gloria de los vencidos.
El término ‘perdedor’, tal como se lo utiliza en el habla cotidiana de nuestro medio desde hace algunos años, es una traducción de loser, palabra que en Estados Unidos designa lo que es de hecho una categoría psicosocial, correspondiente a aquellos individuos que crónicamente fracasan en todo lo que emprenden. Es natural que allá, in illo loco, donde ‘everybody loves a winner’, los perdedores sean considerados subversivos apóstatas de la fe común y la autoconmiseración –el ejercicio espiritual favorito de estos infelices– sea juzgada una falta moral digna de censura. Contra todo lo que pudiera esperarse, el epíteto de perdedor también ha ido ganando entre nosotros carta de ciudadanía, aunque por otras razones y con otros significados. Uno imagina que nuestra tierra melancólica, generosa con el derrotado y bastante huérfana de victorias personales se complace más bien en lo que los británicos llaman el ‘tall-poppy syndrome’ [‘el síndrome de la amapola alta’] –mandato social inconsciente que mueve a segar todo aquello que sobresale del promedio. Esta actitud niveladora tiene –como casi todo– antecedentes en la Grecia antigua. Relata Heródoto en el libro V de su Historia que habiendo sido enviado un mensajero para preguntarle a Tarsíbulo de Mileto cómo gobernaba su ciudad, este lo llevó a pasear por un campo de trigo donde, sin decir palabra, arrancó todas las espigas que sobresalían hasta que lo mejor de la cosecha quedó en el suelo. Los esfuerzos de algunos de nuestros funcionarios de ciencia y técnica para imitar a Tarsíbulo podrían llevar a un imaginario Walt Whitman, curado de su enfermiza euforia optimista por una saludable dosis de tristeza sureña, a interrogarse:
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