“A cada uno su senda; y también su meta, suambición si quiere, su gusto más secreto y su másclaro ideal. El mío estaba encerrado en la palabrabelleza, tan difícil de definir a pesar de todas lasevidencias de los sentidos y los ojos. Me sentíaresponsable de la belleza del mundo”Marguerite Yourcenar, Memorias de AdrianoAconsejar resulta siempre una tarea complicada.La escena suele poner en jaque a dos actuantesantagónicos, cuyas funciones se definen a través de la palabra:quien ofrece el consejo -y espera que su contrafigura lo asumacomo dogma impersonal aunque valioso-, y quien lo recibe –que contempla la posibilidad de una panacea para la resolucióndel conflicto-.Inducir a la lectura de una obra literaria esespecialmente difícil, sobre todo teniendo en cuenta las frasesconnotativas que se esgrimen para justificar esarecomendación.“Memorias de Adriano”, la autobiografía imaginaria delemperador romano escrita por Marguerite Yourcenar en 1951,resuelve el apuro en escasos segundos: pocos lectores hanencontrado una apología diferente de la belleza paraargumentar a favor de esta pieza de arte.Narrada en primera persona gramatical, la novela seinicia a modo de epístola en la que el César decide contarle aMarco, su hijo adoptivo –y, por tanto, heredero del imperiolaexperiencia vital y la resolución de aguardar con serenidadla hora final que se aproxima. Adriano es a la vez hacedor einstrumento de su poder absoluto e induce a un destinatarioplural la obligación de ser contemplado antes como hombreque como Mecenas.
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