a participación en el ámbito del patrimonio no sólo ha ido impregnando el lenguaje sino que también ha ido dejando huellas en legislaciones, cartas, recomendaciones y manuales desde hace décadas. Hace tiempo que las instituciones emprendieron una carrera por “incorporar a la ciudadanía”, una ciudadanía que ya estaba en plena carrera o que seguía otro rumbo, manifestando dichas instituciones un desfase y desactualización en los mecanismos participativos así como una voluntad por moldear los cauces para la participación.
Existe una manifiesta tensión entre los instrumentos participativos que se exigen a nivel legal en temas de patrimonio y la forma en la que se llevan a cabo como, por ejemplo, la necesidad de que grupos, colectivos o asociaciones se erijan en representantes y depositarios de las prácticas culturales para la presentación de las candidaturas a la UNESCO. De hecho, la participación ha sido incluso calificada de “nueva tiranía” al instituirse en el nuevo requisito burocrático y una herramienta para expandir la auditoría a niveles de la vida cotidiana.
El análisis crítico de la participación, de qué es lo que “hace” la participación y reflexionar en torno a cómo nos está construyendo o “haciendo” como sociedad, no es sinónimo de una ideología “anti-participativa”, ya que una cosa es analizar qué hay detrás de los discursos sobre la participación y otra es estar en su contra.
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