Todos los regímenes políticos, cualesquiera que ellos sean, requieren de legitimidad, la cual podemos definir como la convicción de los asociados de que quien gobierna es quien debe gobernar. En las sociedades tradicionales, los problemas de legitimidad se articulaban alrededor de la sucesión al trono. A la muerte del monarca, era su primogénito quien debía reemplazarlo. Cuando no ocurría así, se suscitaban una serie de conflictos que podían arrastrar a gran parte de la población, pero que por lo general se resolvían al interior de los círculos afines al poder. En el caso de las sociedades modernas, el elemento legitimador de la democracia lo constituye el poder electoral. O sea que quien sale elegido en unas elecciones, se supone que goza de legitimidad, es decir, que en el ánimo del cuerpo social produce la impresión de que ese elegido es quien debe gobernar.
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