El 23 de junio de 2016 es ya una fecha en la cronología de la historia británica y europea. "Brexit" se enfrenta a "Bremain" (marcharse o permanecer). Los dos bandos apelan al pasado del país, al particularismo británico y a la economía: unos lo utilizan para el "sí" y otros para el "no".
Enrique VIII, el rey inglés que organizó el Brexit [salida de Gran Bretaña] de la Iglesia católica en 1530 (cuando el Papa le negó el permiso para divorciarse), era conocido por los banquetes pródigos y las ostentaciones de riqueza que hacía a lo largo y ancho de Europa para aumentar su influencia en el continente. Los viajes de David Cameron en estos últimos seis meses, en cambio, han sido más frenéticos que pródigos. Ha viajado a 27 capitales europeas, a veces en varias ocasiones, para tratar de conseguir un nuevo acuerdo para Reino Unido en la Unión Europea. Este proceso exhaustivo concluyó a mediados de febrero con unas negociaciones en Bruselas que se alargaron durante toda la noche y culminaron, con ojos rojos, en un anuncio durante el desayuno del 19 de febrero. Casi todas las partes que participaron en las últimas negociaciones se mostraron exhaustas a su conclusión. Al parecer, aguantar toda una noche es lo que el siglo XXI exige a sus líderes como prueba de sus dotes negociadoras. Cameron, en concreto, tenía que demostrar a los votantes británicos que podía luchar por sus intereses con la misma tenacidad aguerrida de la que hacía gala Margaret Thatcher.
Si bien el acuerdo alcanzado el 19 de febrero que permite a Reino Unido optar por no participar en "una unión más estrecha que nunca" no llegó todo lo lejos que a Cameron le habría gustado, era su deber anunciar que había sido un triunfo de la diplomacia y la estrategia. Su intención era reformar la UE, pero en la práctica solo logró una posible reforma de la relación de Reino Unido con la institución. El acuerdo era, a todos los efectos, un reconocimiento de la excepcionalidad británica, lo cual enfureció a otros Estados miembros. Cameron sostenía que las reformas (entre las que está la limitación de las prestaciones a trabajadores inmigrantes, pensada para disuadir a la inmigración procedente de Europa; el blindaje de la City; y los recortes de las ayudas por hijo a los trabajadores inmigrantes) modificarían el marco de la compleja relación de Londres con Bruselas, y bastarían - esperaba - para convencer a la escéptica ciudadanía británica de que vote a favor de permanecer en el redil. En otro tiempo, al propio Cameron se le asociaba con el ala más euroescéptica del Partido Conservador, pero tras reivindicar su deseo de reformar la UE, tenía que demostrar que podía originar dichas reformas en Europa, con lo que afianzó su posición entre los partidarios de la permanencia.
¿Han ido las medidas acordadas el 19 de febrero lo bastante lejos como para convencer a la opinión pública británica? Solo el referéndum del 23 de junio lo dirá. Pero la reacción ante el acuerdo hasta la fecha nos dice que será una carrera harto reñida.
Rutas laterales para la Unión La metáfora predilecta para la integración europea en las décadas de los ochenta y los noventa era la de un tren de alta velocidad que había comenzado su viaje y del que uno no se podía apear. Una vez que habían aceptado subirse al tren, no estaba en manos de los pasajeros (o grupos de pasajeros) exigir que este se detuviese a su antojo. En los últimos años, la metáfora elegida ha pasado a ser la imagen, más maleable, de una autopista en la que las conversaciones sobre la "salida" [exit], ya sea Grexit [de Grecia] o Brexit [de Reino Unido], permiten a los países marcharse. La tan cacareada fórmula "Brexit", creada tras el debate sobre Grexit (que preveía una salida de Grecia del euro, que no de la UE), evoca imágenes de locomotoras individuales que se desvían hacia rutas laterales o, dependiendo del punto de vista, hacia pastos más verdes donde "se liberarán de las cargas de la legislación europea".
¿Pero qué probabilidades hay de que eso ocurra? ¿Cómo y por qué se plantea esta decisión trascendental al pueblo británico precisamente ahora? Tras la dura prueba del referéndum escocés de septiembre de 2014, donde ganó la campaña del "no" a la independencia por un margen muy reducido (alrededor del 55%-45%), parece especialmente temerario por parte de Cameron abordar otro plebiscito tan emotivo menos de dos años después. Es más, la propia UE está sumida en un proceso de transformación hacia un tipo diferente de organización, después de que la crisis del euro acelerase la integración. ¿Por qué no convocar el referéndum cuando el resultado de una mayor integración esté más claro? La consulta podría tener por sí misma un efecto dinámico sobre los acontecimientos, y una victoria de la permanencia sería una señal a la zona euro del consentimiento británico a una mayor integración. En 2016, muchos votantes podrían aducir que no saben en qué se están quedando o de qué están saliendo. Quizá habría sido más sensato esperar y, como afirmaba Janan Ganesh en Financial Times, "encomendarse a la sublime ambigüedad británica". Además, si el resultado está muy reñido, puede que no zanje el asunto, tal y como Cameron espera.
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