El 10 de abril de 1989, la Cripta Imperial de la Iglesia de los Capuchinos de Viena abría sus puertas para acoger los restos mortales de la última emperatriz de Austria-Hungría. A la solemne ceremonia acudieron miembros de todas las casas reales europeas. Con aquel entierro se ponía punto final a un capítulo de la historia que se había iniciado siete siglos atrás. La emperatriz viuda Zita de Borbón-Parma intentó que su hijo, el príncipe Otto, restaurara un imperio que hacía tiempo estaba agotado. Zita fue una mujer piadosa, que lloró la muerte de su marido, el último emperador de Austria-Hungría, y en su largo exilio de sesenta y cuatro años, cuidó de sus hijos. Lejos de su patria, hizo una importante campaña solidaria durante la Segunda Guerra Mundial que la honró como persona. Pero como emperatriz, nunca consiguió su cometido.
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