En vísperas de la Revolución de Octubre de 1917, Lenin estimaba que el fracaso del primer intento de derrocar el poder de los zares, en San Petersburgo en diciembre de 1825, se debía principalmente a que los rebeldes estaban “demasiado alejados del pueblo”. Aunque miraba con indulgencia a los pioneros en desafiar al zarismo, no dejaba de señalar la brecha que separaba a los bolcheviques de los insurrectos de 1825. Estos últimos, oficiales de origen noble, se oponían a toda idea de insurrección popular: las masacres de los terratenientes que habían acompañado las grandes revueltas de antaño habían grabado en la memoria de la nobleza rusa un profundo terror.
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