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Reflexiones sobre un gran fracaso

  • Autores: Norman Birnbaum
  • Localización: Política exterior, ISSN 0213-6856, Vol. 31, Nº 180, 2017, págs. 52-61
  • Idioma: español
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  • Resumen
    • El antiguo baluarte de la democracia occidental, Estados Unidos, necesita con urgencia la ayuda europea. El país no puede corregir por sí solo el error de la presidencia de Donald Trump.

      La política exterior de Estados Unidos no es discernible de su política interior y, en efecto, constituye a menudo un elemento fundamental de nuestros procesos políticos. Las elecciones presidencial y legislativa, la toma de decisiones presupuestarias que afectan a toda la economía o los conceptos culturales que modelan nuestra cotidianidad son diseñados y rediseñados con argumentos de política exterior. El escenario de la política exterior ha sido testigo de la usurpación de poder por parte de los presidentes � en flagrante incumplimiento de la Constitución �, de la proliferación de agencias gubernamentales que atacan sin descanso nuestras libertades y de la indignante brutalización de la psique nacional. La invención sistemática de falsedades se ha convertido en un indispensable instrumento de gobierno. Una ciudadanía enormemente ignorante de la historia de su propio país y de la de los demás, que se conforma con cantar al viento un eslogan enteramente ficticio y que afirma que EEUU es "la mejor nación del mundo" (The Greatest Nation on Earth). Nuestras élites universitarias y un gran número de confesiones son tan responsables de esta situación como el más cínico y amoral de los políticos.

      La elección de Donald Trump � un hombre ignorante, racista y misógino; un delincuente financiero aquejado de extremados trastornos de personalidad � inflige al mundo un gran daño, pues exacerba la posibilidad del caos y la guerra. Trump recibiría con los brazos abiertos el conflicto bélico contra Irán, Corea del Norte o Venezuela, pues le permitiría reprimir políticamente y satisfaría las fantasías de poder de su propio electorado. El 41?% del censo estadounidense no acudió a votar en unas elecciones en que Trump perdió el voto por más de dos millones de sufragios. Pudo acceder al cargo, empero, en virtud de un sistema electoral creado originalmente para proteger la esclavitud en algunos de los primeros Estados. La política exterior entró en el debate electoral en 2015, cuando Trump sacó a relucir el eslogan America First, utilizado originalmente entre 1940 y 1941, cuando se intentó bloquear el apoyo prestado por Franklin D. Roosevelt en la guerra contra Alemania, primero a Reino Unido y luego a la Unión Soviética. En el electorado de Trump se dan una serie de interesantes continuidades. Quienes en 1940 y 1941 apoyaban el America First eran, por un lado, miembros de grupos étnicos (alemanes, irlandeses, italianos) que no querían el alineamiento con Reino Unido; por otro, antisemitas; y, por fin, defensores de que EEUU actuase siempre en solitario.

      Durante la campaña electoral de 2016, los individuos y grupos que hasta entonces estaban a cargo de la política exterior estadounidense tacharon reiteradamente a Trump de aislacionista. Dicha afirmación es correcta en lo referido a su desdén por las alianzas y por la opinión del resto de países, pero engañosa en el sentido de que Trump sí prevé que EEUU desempeñe un papel fundamental (aunque confuso) en la política internacional. Habría de ser, según él, una gran potencia que no rinda cuentas ante ninguna otra nación u organización internacional. Trump es, seguramente sin saberlo, heredero de Henry Cabot Lodge, senador por Massachusetts que lideró la exitosa oposición a la entrada de EEUU en la Sociedad de Naciones tras la Primera Guerra Mundial. En las elecciones, Trump cargó repetidamente contra presidentes anteriores, especialmente los más recientes, acusándolos de "débiles". Acusó además a los aliados europeos de no obedecer ni implicarse lo suficiente y amenazó con el uso de la fuerza militar en conflictos grandes y pequeños.

      Antes de las elecciones, las élites de la política exterior advirtieron a la nación sobre Trump. Según daban a entender las encuestas, a la mayoría de votantes del actual presidente los empujaba el descontento económico y social. Y, sin embargo, hacían oídos sordos al consejo de los profesionales del mundo de la empresa y las finanzas, los académicos, los funcionarios y los militares que habían liderado hasta entonces la política exterior. La decisión de esos votantes de optar por Trump puede compararse al hecho de que toleren e incluso aprueben la vulgaridad del entonces candidato: estamos hablando de una revuelta plebeya y provinciana.

      Se impone un análisis matizado. Muchos votantes republicanos, políticos con cargos de diverso tipo y donantes adinerados � corruptores en gran parte de la vida pública � son muy capaces de refrenar su entusiasmo por la persona de Trump. No obstante, les entusiasman la destrucción sistemática de las prestaciones sociales y de nuestro sistema de derecho, la retirada del Acuerdo de París y los ataques al ecologismo. Les motivan enormemente, además, los proyectados recortes fiscales al gran capital y la intención clara de retrasar el reloj medio siglo en lo concerniente a las minorías (incluida la mujer). Las iglesias protestantes fundamentalistas, con su interpretación literal de la Biblia, y también los tradicionalistas católicos, ven en Trump a un claro antagonista de la seglar neutralidad de la esfera pública. Estos factores explican la obstinada negativa de la mayoría republicana en la Cámara de Representantes y el Senado a plantearse siquiera la impugnación del presidente. De igual manera, en política exterior, quienes desconfían de las viejas alianzas y se niegan a plantear otras nuevas, quienes no creen en la negociación con los enemigos de la hegemonía estadounidense, quienes recelan de defender los derechos humanos y civiles y, ante todo, quienes buscan la expansión y total renovación tecnológica de nuestras fuerzas armadas, están todos ellos dispuestos a aceptar las amenazas presidenciales de destruir Corea del Norte y la evidente afinidad de Trump con regímenes autoritarios, entre otros comportamientos.

      Se dice a menudo que el consejero de Seguridad Nacional del presidente, el jefe de gabinete de la Casa Blanca y los secretarios de Defensa y Estado son unos entregados servidores a la patria y que ponen coto al presidente. Aquí es necesaria también una visión más pormenorizada. Todos son generales, salvo el secretario del Estado, que es exdirector del gigante petroquímico Exxon Mobile. Los generales necesitan militarizar la política exterior estadounidense, que ya estaba militarizada; por su lado, el secretario de Estado no necesita luchar por los intereses financieros y empresariales estadounidenses, muy explicitados ya en presidencias anteriores. Es muy cierto que Barack Obama (quien despierta en el actual presidente un odio obsesivo) dio varios pasos importantes para introducir el multilateralismo y la inteligencia operativa en nuestra política exterior: logró firmar con Irán un pacto que ahora Trump pone en peligro, negoció los acuerdos por el clima que Trump repudia, retomó las relaciones diplomáticas con Cuba y dio una lección dolorosa a una nación parcialmente escéptica: no mandamos en el mundo y no podemos mandar. Obama, no obstante, no se planteó la retirada total de Afganistán ni le parecía mal que la potestad de declarar guerras le fuese arrebatada inconstitucionalmente al Congreso por una presidencia de corte imperial hace más de un siglo. Envió drones y escuadrones de la muerte a liquidar islamistas y otras fuerzas hostiles, permitió que Arabia Saudí condicionase gran parte de nuestras políticas en Oriente Próximo y no dio lo mejor de sí mismo para evitar que Israel pusiera fin a la opresión contra Palestina. Fracasó, también, a la hora de rebajar las agresivas provocaciones del Pentágono hacia China en el Pacífico occidental.

      Desmantelar la política exterior Tanto el presidente John F. Kennedy � en su discurso de junio de 1963 � como el senador Robert Kennedy � durante su campaña presidencial, cinco años más tarde � reclamaron un cambio fundamental en la política estadounidense. El asesinato de ambos bien podría haber servido a Obama para darse cuenta de que, en casos extremos, el aparato de la política exterior posee medios para protegerse. No sabemos si, fuera de los que trascendieron a los medios de comunicación, Obama sufrió más atentados.

      El poder del presidente en el ámbito de la política exterior es mucho, pero no ilimitado. En efecto, el presidente lidera el aparato pero es, a la vez, su prisionero. El Congreso � más específicamente, determinados grupos de congresistas oficial y oficiosamente capacitados � controla las finanzas, mantiene relaciones a largo plazo con los funcionarios de carrera de diversos departamentos y tiene línea directa con medios de comunicación y grupos de interés de todo tipo. Son muy influyentes los miembros de las comisiones de la Cámara de Representantes y del Senado relacionadas con fuerzas armadas, política exterior, inteligencia y finanzas.

      Los departamentos están acostumbrados a ver a los presidentes llegar y marcharse, y los funcionarios de carrera que sirven a uno u otro interés ideológico o material hacen gala de una notable paciencia a ese respecto. Sabedores de ello, Trump y su séquito han atacado de manera directa al departamento de Estado dejando un gran número de vacantes clave. El desdén que el presidente abiertamente ha demostrado por su secretario de Estado es tan absurdo como chocante en el ámbito de la política exterior, y pretende reforzar la posición del presidente ante sus electores, que no son precisamente lectores de Foreign Affairs.

      El presidente tampoco se ha mostrado demasiado atento con las fuerzas armadas, afirmando que planea reemplazar al oficial al mando de las tropas en Afganistán, tachándolo de incompetente por no haber ganado la guerra. De nuevo, el electorado de Trump ignora parte de la realidad que atañe a este hecho: las complejidades de la situación afgana. Hasta ahora, el consejero presidencial de Seguridad Nacional, el Estado Mayor Conjunto y el secretario de Defensa han impedido que el presidente tome medidas irrevocables conducentes al desastre, pero no está del todo claro que sean capaces de ponerle coto durante mucho tiempo más. Cuanto más evidente sea esta capacidad restrictiva y más se escriba sobre ella, mayor será la posibilidad de que Trump los sustituya por individuos que se plieguen mejor a sus designios.


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