La publicidad estatal puede suponer por sí misma una fuente de poder que eventualmente se utilice para satisfacer intereses ajenos al bien común. Tal posibilidad se incrementa cuando los criterios de asignación publicitaria son definidos en forma casuística y discrecional por las autoridades competentes. Por ello, a fin de evitar que la difusión publicitaria del Estado se convierta en una herramienta de presión implícita, que recompense o castigue a la prensa, resulta conveniente una definición previa y pública de los criterios de asignación, plasmados preferentemente en una ley ordinaria.
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