“La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer”. Estas palabras de Antonio Gramsci en sus Quaderni del carcere subrayan un lugar común de la historiografía política: reconocer que las épocas de cambio representan, por virtud de su incertidumbre y su inestabilidad, momentos de riesgo al tiempo que de oportunidad.
Las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno emergieron en un contexto caracterizado por la transición entre un viejo y un nuevo orden global, un contexto que guardaba agudas semejanzas con la actualidad. Como proyecto político, las Cumbres fueron un ensayo de 22 países que compartían hondas raíces históricas y culturales, pero que eran conscientes de la necesidad de concebir nuevas formas de asociación que les permitieran navegar una época de cambios. Una época marcada, entre otros acontecimientos y procesos, por la caída del Muro de Berlín, la tercera ola de globalización y la democratización de casi la totalidad de los países de América Latina y la Península Ibérica, en la década de los setenta y ochenta.
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