En el Siglo de Oro el Guadalquivir y sus orillas eran un microcosmos en el que se superponían el amor, la fiesta, el color y la riqueza de la plata americana a las riñas, el hurto o las penalidades de los galeotes, al tiempo que constituía el horizonte diario de marineros, bateleros, carpinteros de ribera, calafates, pescadores, barreros, funcionarios de aduanas, soldados, pícaros y contrabandistas. Sus aguas entrelazaban, en perfecta simbiosis, el ocio y el negocio, la opulencia y la miseria, el brioso ímpetu de su momento de esplendor y el discurrir manso de su lenta decadencia.
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