El Mediterráneo constituyó la espina dorsal del Imperio romano a lo largo de la mayor parte de su historia. A comienzos del s. II d. C., sumado a los mares Negro y Rojo, las costas europeas del Atlántico, el Nilo y los grandes ríos de Europa y el Próximo Oriente, era la arteria principal que enlazaba la mayor parte de sus territorios y sobre la que descansaban sus rutas comerciales y de comunicación más importantes. El agua se había convertido en el medio predilecto de proyección del poder romano en todas sus formas. Desatender su dominio no era una opción válida.
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