La inteligencia artificial, en forma de máquinas que aprenden y toman decisiones, es ya una realidad que va entrando, sin apenas resistencia, en la vida cotidiana. Potenciada por la enorme cantidad de datos disponibles, lo que se conoce como big data, como toda nueva tecnología, viene cargada de sospechas sobre su neutralidad y de dilemas sobre sus límites éticos. Tanto el sector privado como el público destacan sus ventajas en el abaratamiento de los servicios y en la objetividad de sus comportamientos. Al sustentarse sobre una narrativa biológica, el funcionamiento del cerebro y de la inteligencia humana se tiñe de una naturalidad que sutilmente obstaculiza su cuestionamiento.
Pero, ¿no estará reproduciendo los prejuicios, la exclusión y las desigualdades sociales? Y, sobre todo, ¿cuál es nuestra responsabilidad en todo ello?
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