Las cadenas de librerías inauguraron a mediados de los ochenta una nueva fórmula de comprar. A medio camino entre la librería tradicional y los grandes almacenes, con una plantilla de empleados jóvenes y uniformados que han sustituido a la figura habitual del librero, y unos clientes que han pasado de curiosear la solapa de los volúmenes a devorar sin pudor el contenido de muchas obras en plena tienda
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