Hablar de democracia supone referirse a los espacios políticos cuyo entramado está constituido por prácticas y espacios deliberativos productores de consensos que traducidos en normas acuerdan a las construcciones político-jurídicas que conocemos como Estados el carácter de legitimidad. No hay democracia sin consensos; no hay consensos sin deliberación; no hay deliberación sin palabras. Y no hay democracia sin dignidad, ese algo que implica la tácita aceptación de la integridad personal de cada ciudadano. La dignidad así entendida fundamenta la urdimbre de las sociedades democráticas que precisan del reconocimiento entre sus miembros ya que sólo pueden asociarse personas que teórica y jurídicamente se aceptan como tales. La solución a los conflictos de los múltiples otros que juegan en los espacios sociales deja así atrás a la violencia y toma forma de arreglos consensuales, producto de prácticas deliberativas que se transforman, sólo así, en leyes y normas justas y legítimas. Pero a veces regresamos a espacios prepolíticos y el reverso de la energía verbal se transforma en discurso épico, belicista y divisionista, contrario a la dignidad en tanto que niega la integridad de las personas preparando el camino para el dolor, el sufrimiento y la tortura. La violencia verbal, sin metaforizarse en retórica, abona entonces el advenimiento de los totalitarismos de cualquier índole y de las prácticas genocidas que generalmente les acompañan.
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