El deber de probidad de los funcionarios públicos se incorporó en nuestro ordenamiento jurídico en el año 2004, con la Ley N°8422, Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública, en la que se instituye este deber de una forma más estructurada y orientada a prevenir y sancionar actos de corrupción en el ejercicio de la función pública. Aunque ese es el espíritu de la Ley la acción objetiva de la norma, sea el artículo 3 de la Ley de referencia, resulta bastante amplia, en el sentido de que muchas conductas desplegadas por el funcionario público podrían, en tesis de principio, hacerlo incurrir en una violación al deber de probidad. Lo anterior genera un problema en la aplicación de la norma y consecuentemente genera la necesidad de que el operador del derecho vaya modulando sus alcances.
El indeterminado ámbito en que se diluye el deber de probidad, puede estar restando concreción en la concepción de lo que es o no una conducta corrupta y con ello se corre el peligro de diluir la importancia que reviste este tema, por lo que resulta necesario a trece años de la promulgación de la Ley N°8422 efectuar una revisión y dimensionamiento de la citada Ley, así como de la Ley General de la Administración Pública que también debe ser ajustada a las nuevas corrientes, considerando que es fuente normativa primaria en la gestión pública.
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