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Resumen de Yo mismo: automodelo e identidad quebrada

Juan Antonio Ramírez Domínguez

  • Ya sabemos que el modelo más a mano para el artista ha sido siempre él mismo: barato, bien dispuesto y obediente, cómo no, a las exigencias del creador. Bastaría con eso para explicar el incremento de autorretratos pictóricos y escultóricos, desde el renacimiento en adelante, con su apoteósico colofón en la era de la fotografía. Pero una vez enunciada esta obviedad surgen muchas dudas y problemas conceptuales. ¿Qué (o quién) es lo retratado? El artista en general y el fotógrafo en particular dan por supuesto que retratan a quien está delante o frente a la cámara. Pero la idea misma de la existencia de un ¿modelo¿ contiene implícita la suposición de que ese ser no se representa a sí mismo sino a un otro más o menos imaginario. Modelo de algo o de alguien, es decir, encarnación ideal de un personaje o de un ser ajeno.

    Este asunto es muy antiguo y así nos lo recuerdan algunas historias legendarias de los creadores griegos, como aquella del pintor Zeuxis de Heraclea transmitida por Plinio el Viejo: el artista habría hecho posar a cinco muchachas de gran belleza para extraer lo más hermoso de cada una de ellas y componer así el cuerpo perfecto de Juno (o de Helena de Troya, según Cicerón). Otra leyenda es la de la cortesana Friné cuyo hermosísimo cuerpo habría servido a Praxiteles para dar forma a su versión de la Afrodita de Cnidos. La tradición renacentista y académica recogió bien estas ideas, y conocemos muchas anécdotas relativas al modo como modelos masculinos y femeninas, de todas las edades y condiciones, sirvieron para encarnar multitud de seres históricos o legendarios. Demasiado fuerte era esta pulsión como para que podamos hablar de la existencia de un género como el retrato sustentado sobre la supuesta imagen veraz y objetiva del otro. Podríamos decir, en consecuencia, que no ha habido ningún retrato digno de mención que no haya estado condicionado por la necesidad de que ese ser retratado encarne a su propio personaje, de que sea ¿modelo¿ de sí mismo.

    ¿Y qué sucede cuando es el propio artista el asunto representado? Cabría suponer que, al estar liberado de las engorrosas exigencias (sociales y económicas) de los comitentes, daría curso libre a su libertad y se mostraría al fin ¿como es¿, al margen de los inevitables constreñimientos ajenos que lastran sus otros trabajos. Y tratándose de un medio sospechoso de ¿veracidad¿ como es la fotografía, esa suposición podría cobrar una fuerza redoblada. Pero ésta es una hipótesis candorosa. La imagen propia es la que al artista le devuelve el espejo, y ya hemos dicho en otra ocasión (en el número cero de esta misma revista) que también la imagen reflejada está mediatizada por las convenciones del ¿género especular¿. La cámara fotográfica pudo ser vista inicialmente como un medio impersonal para fijar de modo permanente el reflejo luminoso de la ¿naturaleza¿: colocada ante el fotógrafo le devuelve esa imagen completa de sí mismo que él no podría tener sin ese recurso auxiliar. Con la ventaja de que es el reflejo del reflejo, corrigiéndose así la inversión lateral peculiar de los espejos.

    ¿Pero puede imaginarse el fotógrafo algún tipo de entidad al margen de las estrategias de la representación? Veamos algunos casos concretos. Me fijo ahora, para empezar con los primeros desarrollos del medio fotográfico, en algunos de los autorretratos de Nadar: en uno de ellos (de hacia 1855) mira al espectador, enigmático y desafiante, con el pelo largo y ligeramente alborotado, la mano derecha en la mejilla y la izquierda cruzada con los dedos abiertos, en una expresión nerviosa, de inquietud inteligente. En otra foto famosa, de 1861-62, Nadar se ha representado en las catacumbas de París, de cuerpo entero, tocado con una gorra y sentado en una banca ante una impresionante pared de calaveras y tibias humanas. Tal vez el modelo de ambas obras haya sido la misma persona jurídica pero no me parece que se trate del mismo ¿personaje¿: artista romántico, bohemio y algo neurótico, inquisitivo y sensible, en el primer caso; testigo del abismo urbano, irónico evocador del viejo ¿memento mori¿, en el segundo ejemplo. ¿Tiene sentido preguntarse quién era en puridad Nadar, al margen de estos y otros roles? La realidad del fotógrafo es, por ende, su propia representación, y conocemos bien el caso de varios creadores postmodernos que han jugado con la des-multiplicación de la identidad: Cindy Sherman es una de las más conocidas, aunque bien puede decirse de ella que jugó más conscientemente que otros con la adopción de papeles ajenos. ¿Y acaso pudo Mapplethorpe dejar también de ser otro? No me resisto a la tentación de establecer un paralelismo con Nadar, ciento veinte años después, trayendo a colación otros dos autorretratos del fotógrafo norteamericano: en el primero, de 1978, está Robert Mapplethorpe de espaldas, vestido con un atuendo de cuero vagamente sadomaso, con el trasero al descubierto, y un largo látigo trenzado que le sale del ano a modo de cola diabólica; la cabeza, vuelta en una violenta contorsión para mirar con hosquedad al espectador, está coronada por una cabellera encrespada y rebelde. En el segundo autorretrato, de 1988, sobre un fondo de intensa oscuridad resplandece en la parte superior derecha su rostro blanquecino, casi cadavérico, mirándonos fijamente con unos ojos de sorprendente transparencia; en la zona inferior izquierda la mano del fotógrafo agarra un bastón en cuya empuñadura está tallada una calavera. Parece claro que estos dos autorretratos de Mapplethorpe son dos alegorías en las que se celebran, respectivamente, el nihilismo del homosexual inconformista, y el triunfo de la muerte, anunciada ya para el autor cuando se hizo esta fotografía...


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