Ayuda
Ir al contenido

Dialnet


Todas las cosas

  • Autores: Rosa Olivares
  • Localización: Exit: imagen y cultura, ISSN 1577-2721, Nº. 11 (Agosto/Octubre), 2003 (Ejemplar dedicado a: Objetos cotidianos), pág. 20
  • Idioma: español
  • Texto completo no disponible (Saber más ...)
  • Resumen
    • La materia prima de la prehistoria no son los hombres sino las cosas.

      Stuart Piggott El empirismo puede culminar en un jarrón Ming, nunca en una taza de plástico.

      A. Rupert Hall br< Las ideas, los conceptos, los valores, se van desvaneciendo poco a poco. Poco a poco cambia el sentido de todo lo que creíamos que nunca iba a cambiar. En la sociedad en la que estamos, en la que todo lo sólido se desvanece en el aire, las palabras acaban teniendo más peso, más significado que las cosas que nombran. En un mundo en el que la vida nos aleja del contacto directo no sólo con los sentimientos sino con los sentidos, con la gente, los objetos que nos acompañan, esas cosas cotidianas, simples y efectivas, alcanzan una presencia permanente. Cambian las formas, las apariencias, el diseño, pero no cambia su función. Esa función esencial que está definida por la necesidad, y a veces por la ilusión de una necesidad, y que es la misma hoy que en el siglo pasado; que es la misma en una vida marcada por la velocidad y la ansiedad que fue en un escenario de calma en el que el tiempo no se medía sólo por su ausencia.

      Un vaso siempre ha servido para beber de él, para beber agua o vino, pero para beber, salvo en las ocasiones en las que alcanzaba un valor simbólico por ser el vaso del abuelo, del padre, y entonces alcanza un lugar cercano al de los vasos de las ofrendas religiosas pero ese vaso que se ofrece a Dios, el vaso que usaba el padre, era inevitablemente para beber. Un plato sirve para ofrecer y presentar los alimentos que vamos a comer, sean lujosos o sencillos, sea un plato de loza inglesa o de cobre, de barro o de oro, siempre es un plato. Pero, a veces, un plato es una ofrenda ritual, en un plato podemos también servir la historia, presentar un paisaje cultural y una tradición que rebosa de la fuente. Las cosas son lo que son, sencillas pero constantes, tercas en una existencia silenciosa, y a veces misteriosas cuando su contexto es alterado, enigmáticas cuando sirven como testigos mudos de escenas insospechadas, cuando son una llave que nos abre la puerta de mundos desconocidos, paralelos a los nuestros, de los que están apenas separados por unos hilos que trenzan una cortina sutil e invisible y que cuando se rompe dejan a la vista lo más oscuro, lo desconocido, esa otra parte de nosotros mismos y esa otra parte de la sociedad que nosotros hemos construido.

      Martin Parr - We wanted a cottagey stately home kind of feel,1991 Vivimos rodeados de objetos, de cosas, que nos hacen más fácil, más agradable nuestra vida. Algunas de estas cosas son bellas, otras son terribles, algunas tienen una función esencial, otras son productos sofisticados característicos de una sociedad de consumo cada vez más atiborrada de artefactos de todo tipo. Muchas de ellas son prácticamente invisibles. Pero la mayoría configuran nuestra cultura y nuestros modos de ser y de percibir; sus formas, sus funciones, su propia existencia es prácticamente inseparable de nosotros mismos. El arte, desde sus propios orígenes, las ha asociado al hombre y se han convertido, a lo largo de la historia, en documentos de la sociedad que los producía, en elementos característicos de oficios, de artistas, de tipologías. Desde la cotidianeidad esos objetos nos llaman la atención, nos miran desde las pinturas más antiguas, desde los vídeos más contemporáneos, definiendo niveles paralelos de experiencia. Cuando visitamos un museo de arte clásico nos admiramos ante los muebles que aparecen al fondo de un retrato, de esos vasos volcados en un bodegón, de la falda, del abanico de esa señora con un escote como una ventana que pintó el Veronés. Los pechos de esas santas y vírgenes ofrecidos en bandeja de plata, como la cabeza de Sansón, nos hacen pensar en el cuerpo como otro objeto, tal vez el más cotidiano de todos los objetos.

      Objetos de las circunstancias Claus Goedicke Las cosas, todas las cosas, tienen una vida extraña y singular, son como las mascotas más inseparables del hombre y nos son siempre fieles. Las usamos, las construimos, las destruimos, sin darles mayor importancia. Aparecen siempre en la vida y en las escenas de la vida del hombre a lo largo de toda la historia de la civilización. La reconstrucción arqueológica de nuestra historia se ha conseguido gracias a la supervivencia de estas cosas que en su momento fueron objetos insignificantes, normales e incluso vulgares en la vida de nuestros antepasados, pero que a través de sus fragmentos sirven para reconstruir vidas y culturas, civilizaciones, ritos religiosos, escenas de todo tipo. Sirven, en fin, para saber cómo eran y cómo vivían los hombres hace cientos, miles, de años. Se han convertido en pedazos de historia, en testigos que nos hablan de tantas cosas que nunca lo hubiéramos podido pensar. Y todo esto es anterior al diseño, ese arte que se empeña en transformarlo todo para dejar su función al margen de su belleza.

      Hoy las muñecas que entretenían la infancia de las niñas de la prehistoria son admiradas como ejemplos de arte singular. Las ropas, los manuscritos de los primeros cristianos, restos hallados en catacumbas, son expuestos en museos como el de Jerusalén, auténticos almacenes, bellísimos y cuidados almacenes, de objetos que un día fueron cotidianos y hoy son obras de arte, documentos de valor incalculable. El arte ha convertido a muchos objetos de uso normal en su momento en parámetros culturales, en documentos históricos, en bellas referencias de estilos artísticos, han dejado de ser dedales, platos, linternas, punzones o vasos. Pero no solamente es en la arqueología donde se recuperan los objetos de otras vidas, de otros momentos. En la pintura, en toda la historia de la pintura, podemos observar el protagonismo silencioso, casi invisible a primera vista, de los objetos, de las cosas. Así lo han hecho Durero, Velázquez, Vermeer, Rembrandt, De Chirico, Van Gogh, Matisse, Courbet... Casi nunca, si exceptuamos los bodegones y las naturalezas muertas y los floreros, las cosas ocupan el cuadro como personajes principales, pero están siempre ahí, junto a los caballeros, son sus espadas, los adornos de sus dormitorios, los salones con lámparas, sillas, mesas, los libros que inevitablemente acompañan a los hombres de letras y de ciencias, a los legisladores; son las herramientas de tortura en toda la pintura religiosa. Fueron la cuna del niño Jesús, la concha del Bautista, las treinta monedas que compraron la vida de Jesucristo. Son cosas, objetos normales, pero son mucho más: los libros son la sabiduría; la azucena -que acompaña todas las anunciaciones- es la pureza; el dinero, la opulencia, la traición; esas copas volcadas, de exquisita talla, esas velas encendidas que se consumen lentamente, nos hablan del paso del tiempo, de cómo cualquier tiempo pasado fue mejor, de cómo nuestras vidas se consumen también lentamente y de cómo, al final, ni las cosas ni los lujos, los honores, servirán para nada. En definitiva, la presencia de las cosas, de todas las cosas, en las obras de arte nos hablan de temas universales y a la vez de una época y una forma de vivir y de entender la vida. Y, finalmente, nos hablan de lo efímero de su posesión, de cómo ellas y nosotros tenemos vidas separadas, cruzadas coyuntural y temporalmente. Somos circunstancias.


Fundación Dialnet

Dialnet Plus

  • Más información sobre Dialnet Plus

Opciones de compartir

Opciones de entorno