Hace dos meses comparto mi casa con unos cuantos unicornios. Ante mi asombro se han instalado cómodamente en los rincones más insospechados de la casa. Revolotean por el patio, se esconden en los armarios y en las cajas de galletas, asoman sus hocicos entre las flores del jardín y los cojines de la habitación de Sara. Es ella, Sara, quien me explica, con la irreverente sabiduría de una niña de cuatro años, que los unicornios son animales mágicos, que vuelan y que viven en el bosque, donde hablan un idioma raro y se alimentan de flores y helados de color rosa.
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