Aunque hay algunos antecedentes,3 es Nicolás Guillén, con sus Motivos de son, aquel pequeño folleto publicado en 1930, quien consigue que lo negro, menospreciado hasta entonces, arrinconado en el solar cubano, y aceptado exclusivamente en la música popular, entre en la poesía, revolucionando este género en la isla.4 Pocos años después, en 1936, se publica otra obra fundamental, los titulados Cuentos negros de Cuba, cuya autora, Lydia Cabrera, era, hasta cierto punto, discípula de Fernando Ortiz,5 creador del concepto de transculturación, que tan larga vida y tanta utilidad ha tenido no solo para Cuba y el Caribe sino para la cultura latinoamericana. No puedo evitar hallar aquí una de esas «tretas del débil», como las nombrara Josefina Ludmer; esas estrategias que han utilizado, que siguen utilizando, las escritoras, habitualmente en posiciones de subalternidad, desde Sor Juana Inés de la Cruz, para situarse ante el poder -literario en este caso- y conseguir ser aceptadas, diciendo aquello que se espera que digan; es decir, minusvalorando o restando importancia a su propio trabajo. Además, y esta idea procede también del antropólogo, habría que destacar que, a pesar de tener entre sus protagonistas «algunos personajes del panteón yoruba, como Obaogó, Oshun, Ochosí», constituyen, en su mayoría, «más que cuentos religiosos», «fábulas de animales», al estilo de Esopo, donde son protagonistas «el tigre, el elefante, el toro, la lombriz, la liebre, las gallinas y, sobre todo, la jicotea» (2002: 9). Tal vez uno de los elementos que intensifica este carácter mágico-poético del cuento sea que, al contrario de lo que sucede en numerosos relatos de hechiceras y brujas, las palabras mágicas, seductoras, y que no pueden ser demostradas ni comprobadas, no esconden el engaño o la mentira, no pretenden engañar, sino que llevan, oculta, la verdad; es decir: en el cuento, las palabras seductoras disfrazan la verdad, una verdad que hasta el final del cuento no sabemos, sin embargo, que lo es.
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