El autor y la autora de este artículo entraron en el servicio exterior estadounidense hace casi 40 años, como parte de la misma promoción. A él llegamos, no obstante, por muy diferentes caminos. Linda creció entre las penalidades del Sur profundo y segregado, y fue la primera persona de su familia en terminar la escuela secundaria: una mujer negra que logró acceder a una profesión entonces muy masculina y muy blanca. William era hijo de militar y su familia vagó por toda la geografía estadounidense, viviendo una docena de mudanzas y pasando por tres institutos antes de cumplir 17 años.
En la promoción de enero de 1982 del servicio exterior se matricularon 32 estudiantes. Se trataba de un grupo muy ecléctico en el que se contaban voluntarios del Cuerpo de Paz, militares veteranos, un roquero fracasado y un exsacerdote católico. Ninguno retuvo apenas nada de la retahíla de aburridos discursos en los que, uno tras otro, cada orador describía su isla particular en el gran archipiélago de la política exterior estadounidense. Lo que sí aprendimos desde muy pronto –y nadie olvidó a lo largo de su carrera– fue que la clave de una buena diplomacia es invertir en personas con inteligencia y de manera sostenida en el tiempo. Desde entonces, sin embargo, las bienintencionadas reformas puestas en marcha a lo largo de varios años se han visto frustradas por el cortoplacismo, los ajustes presupuestarios, una excesiva militarización de la política exterior, la lastrante burocracia del departamento de Estado, la obsesión por la estructura y, sobre todo, la desatención hacia las personas.
El gobierno de Donald Trump también aprendió muy pronto que las personas importan y por eso las convirtió en el objetivo principal de lo que Steve Bannon, entonces asesor de la Casa Blanca, llamó “la deconstrucción del Estado administrativo”….
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