Un hombre grueso, con sombrero de ala ancha, vestido con gabán negro y con una pipa apretada en los labios, recorre lentamente su rincón predilecto —calle san Bernardo y sus aledaños—, llamado por aquel entonces “el barrio latino matritense”. Así podía verse a Emilio Carrère, o también con un vaso de ajenjo en la mano, charlando con sus contertulios en algún café nocturno o casa de mala nota de aquel Madrid modernista y efervescente de anteguerra, época en la que se fundían en sus calles las vanguardias rabiosas y las tradiciones castizas, donde compartían espacio los casinos y cabarets, los poemas simbólicos de Rubén Darío, Verlaine o Rimbaud, con los chotis y las verbenas, los chulos y chulapas, toros y zarzuelas de agua, aguardiente y azucarillo.
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